Juan Torres
Opinión El País 26/10/14
No solo en la patronal española cuecen habas machistas. Hace unos
días, el director general de Microsoft, Satya Nadell, afirmó en un
coloquio que las mujeres no deben pedir aumentos de sueldo
sino “saber y
tener fe en que el sistema los dará con el tiempo”. Las que no los
reclaman, dijo Nadell, tienen “superpoderes adicionales” porque actuar
así les “proporciona buen karma”.
Aunque trató de rectificar enseguida diciendo que se refería a su
experiencia personal ya fue imposible disimular que detrás de sus
palabras está una de las razones que explican que las mujeres cobren
menos que los hombres (20% en España) cuando realizan el mismo trabajo:
negocian sus condiciones laborales menos y peor que sus colegas
masculinos.
Así lo demostraron las investigadoras Linda Babcock y Sara Laschever en su libro Las mujeres no se atreven a pedir
en el que indican que los hombres piden aumentos de sueldo en sus
empresas cuatro veces más que ellas y que esa mayor renuncia de las
mujeres desde su primer empleo les cuesta en Estados Unidos medio millón
de dólares por término medio a lo largo de su carrera profesional.
Es lógico que ocurra así porque mientras que los hombres nos
habituamos desde el principio a actuar en la esfera pública en donde
prima la competencia, la imposición y la fuerza, a las mujeres se les
enseña a ser más cuidadosas y condescendientes, a renunciar al interés
propio en beneficio de los demás o a conseguir que los conflictos se
diluyan en lugar de hacerlos estallar violentamente. Son habilidades,
humanamente hablando, mucho más virtuosas y valiosas pero que cuando se
desarrollan en un medio ambiente masculinizado resultan muy
perjudiciales. Lo que explica que tantas mujeres tengan que decidir
entre comportarse de esa forma asumiendo las desventajas consiguientes o
hacerlo del mismo modo en que lo hacen los hombres.
Los hechos demuestran que no lleva razón Nadell. Las mujeres, o los
hombres, que no reclaman aumentos salariales no los consiguen con el
tiempo sino que se quedan sin ellos, como demuestra el sueldo más bajo
de las mujeres, que los piden en menor medida, o el techo de cristal que
solo se rompe a base de conquistar día a día mejores condiciones de
trabajo.
La cuestión tiene mucha trascendencia en la España de nuestros días.
Nos advierte del gran incremento de la desigualdad que producirá el
desmantelamiento de la negociación colectiva y que es imposible acabar
con la discriminación si, además de proteger la negociación, no se actúa
sobre la cultura y los valores que desde pequeños nos diferencian
artificialmente a mujeres y hombres. Ni las empresas ni la sociedad
sobreviven cuando lo que piden a las mujeres es que se resignen y
callen.
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